Empecemos por el asco. No guardo en la memoria precedentes de la tan profunda y viscosa arcada que me produce asistir al linchamiento de Dª Carmen Moriyón, a propósito, según se ve, del nefando y execrable afán de la susodicha por arrebatar congéneres a la muerte mediante el ejercicio esporádico de su, otrora, reputada destreza cirujana.
Una animosa patulea de fariseos viene ejerciendo su amplia trascendencia mediática en desacreditar, difamar y avergonzar al género humano, arrojando sobre la cabeza de la interfecta cuantas disposiciones, reglamentos, cánones y costumbres fueran susceptibles de retorcer y alambicar en detrimento de la misma. Casi huelga decir, por lo evidente, que tal cúmulo de injurias y pedanterías malintencionadas prescinden totalmente de empatía alguna con un paciente para el que, dado el trance por el que está pasando, sólo pueden resultar del todo irrelevantes las circunstancias sincrónica, diacrónica, política, administrativa o financiera del sujeto al que en ese momento confía, ya bien su salud, como las más de las veces su propia existencia. Fiado exclusivamente a la valía del doctor y a su puntualidad, al pairo se la trae al atribulado enfermo, por ejemplo, el medio de transporte utilizado para el acceso de la interviniente al quirófano, intervenido por lo demás a buen seguro desconocedor de un mejor empleo del dinero de sus impuestos.
Que por una interesada cicatería se proscriba al cirujano haciendo caso omiso del enfermo, no puede por menos que llevar al paroxismo de la náusea a quien compare el rigor de aquella con el dispendio exigido, en el mismo Gijón, para frivolidades nada altruistas al servicio del beneficio pecuniario de personajes, ya no sólo carentes de refrendo electoral, si no aún de escrúpulos en la reclamación de unos ingresos que les corresponden, según se ve, por derecho divino. Un verdadero asco.
Continuemos por el miedo. Únicamente este puede informar el ánimo de la jauría descalificadora, actuando en una perniciosa correspondencia alimentada por la envidia. Por un lado, se tiene miedo, mucho miedo, a que la elevada talla moral, profesional y política de la agredida, evidencie en grado superlativo una mediocridad instaurada desde la infancia en el privilegio, la ausencia de motivación correspondiente, la apatía del paniaguado y la propia indigencia intelectual y ética de quien se sabe carente de otras cualidades que no sean la domesticidad, la sumisión y la aversión canina a la libertad. Por otro lado, los miembros de la jauría no pueden consentir que cunda tan peligroso ejemplo y otros rebeldes puedan agitar, como Moriyón, el calmo y proceloso océano político-administrativo en el que con indisimulada beatitud navegan hacia la jubilación. Antes bien, el público escarnio de la doctora ha de imbuir el miedo a las consecuencias de navegar con la vela ceñida. El miedo crea respeto, efectivamente, pero también erradica de la sociedad el ingenio, la innovación, la voluntad personal, el altruismo o la solidaridad, precisamente cuando más ayunos estamos de tales valores por culpa de la crisis.
Finalicemos con la esperanza. Después de todo, la inefable desproporción entre la coerción de la jauría y el pretendido agravio perpetrado por la denostada Dª Carmen, sólo puede promover, además de asco, la definitiva pérdida del miedo, al menos entre las personas de buena voluntad: los tiempos están cambiando, sin remisión.
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