miércoles, 28 de septiembre de 2011

EVOCACIÓN SENTIMENTAL DE LOS CASTROS

Invisibles el resto del día, sólo el contraluz dorado del ocaso muestra al ojo inexperto, desde su atalaya, los derrumbes del castro de Perlín, abigarrados en su caída por la ladera meridional del monte que este corona, al menos, desde la II Edad del Hierro. Más son las veces en que la misma panorámica convoca, tras la lluvia, fantasmagóricas columnas de niebla que cual olas ascienden por la pendiente hasta ocultarlo de toda mirada.
Configurados por el olvido en puertas a otro tiempo, perviven en Asturias nuestro país, aproximadamente, unos 250 castros empeñados en contraponer, con tozudez protohistórica, la ambigüedad de sus evidencias materiales con las pretendidas certezas históricas pergeñadas desde las viejas fuentes escritas. Así por ejemplo su misma ruina, ajena en lo que se conoce a incendios y masivas destrucciones bélicas, esto es, sistemáticas y sincrónicas, mal se corresponde con el romano discurso dramático de las guerras cántabras. Al salvajismo primitivo y recolector opone el castro, muy al contrario, una meditada selección agrológica de su entorno como sustento de una agricultura, acaso más avanzada que la en principio conjeturada para tan indómitos habitantes. Del mismo modo, la imagen del bravo guerrero ecuestre y cazador, se desdibuja en la consideración de los relativamente escasos restos equinos y/o cinegéticos que hasta ahora han brindado los castros.
Si umbrío parece lo que sabemos, más oscuros, apasionantes y aún políticos resultan aquellos enigmas de los que ni tan siquiera podemos asegurar que la luz crepuscular vaya a ser tan intensa como para iluminarlos. Así por ejemplo el mismo origen y etnicidad, singular o plural, de los constructores de castros: a la más que razonable progresión autóctona desde la Edad del Bronce se opone −o no−, la necesidad de explicar la profusión de topónimos provenientes del panteón y vocabulario célticos (Taraniello, Beleño, Teberga…). A las también plausibles independencia política y autarquía económica de cada castro, puede no obstante oponérseles el sentido común como promotor de una coexistencia, a veces geográficamente inmediata, que en unas pocas generaciones no podría por menos que derivar en algún tipo de asociación que asegurara aquella convivencia. Si cambiamos de escala este último corolario, la indeterminada koiné política inferida no ha podido sin embargo verse refrendada, por el momento, en la datación establecida para el denominado “Homón de Faro”: persiste la niebla. Esta asciende además veloz por la pendiente, densificada tanto por la presente precariedad económica general como por la pasada, que no lejana, sobreabundancia faraónica aplicada a la generación de efímeras carcasas que, hueras de fines y contenidos originales, podrían al contrario que los castros intercambiar sin otro particular hasta su misma localización geográfica.
Disponemos, empero, del tenue brillo disipante que se intuye en el regreso del hasta ahora desdeñado enaltecimiento de lo autóctono y de Jovellanos que, como pionero en la Campa de Torres de la arqueología castreña, no vacilaría en reclamar luz al nuevo gobierno regional en cuanto en definitiva portador, tanto de aquél encomio, como del perentorio candil administrativo y financiero. Sin duda el Ilustrado habría hoy de aplicarse al diseño de un programa sistemático de datación de yacimientos por pequeñas catas, austero, científico, inocuo, ajeno a cualquier veleidad faraónica y que, cuanto menos, nos permitiera identificar los castros coetáneos en cada momento, así como su inmersión en otros paisajes fortificados españoles y europeos; ámbitos a los que quizás habría que remitir −o no−, los orígenes políticos de Asturias nuestro país: un país con demasiadas nieblas.

jueves, 15 de septiembre de 2011

UNA INTERPRETACIÓN METEOROLÓGICA DE LA CRISIS

Por mor de la crisis, uno lleva ya demasiados años sometido y sumergido a su pesar en las pulsiones de la información económica global Información amplificada exponencialmente cada día al albur de sus múltiples interpretaciones, sesgada al socaire de la defensa de ignotos intereses, pigmentada al través del color de la lente ideológica y/o metodológica correspondiente, elevada, en definitiva, a lo esotérico, por la jerga gremial de miríadas de economistas, analistas, periodistas y demás especialistas.
Atrapado en tal marasmo, y sorprendido en mi ingenuidad por la inanidad de las medidas arbitradas por políticos y gobernantes con el concurso, se supone, de los antes aludidos, uno no echa tanto en falta un leitmoiv (a fin de cuentas la codicia y la estupidez humanas), como un discurso científico-técnico comúnmente aceptado, a la manera de los propios de las ciencias naturales, susceptible si no de ofrecer respuestas universales y eternas, adecuado al menos para avanzar paulatinamente en el conocimiento de las crisis económicas.
Sin más ánimo que el divertimento, prescindamos de unos razonamientos epistemológicos que sólo alumbrarían mi propia ignorancia -natural como social-, para convenir en el hecho de que asistimos al luctuoso suceso económico de turno (caídas bursátiles, quiebras bancarias, rescates financieros, incrementos de la prima de riesgo,…), con la misma impotencia que ante un fenómeno meteorológico catastrófico (ciclones, tornados, sequías, inundaciones….), frente al cual sólo cabe un alejamiento físico, un poner tierra de por medio, que encuentra su correspondencia económica en la compra de oro y/o deuda de los países distantes de la catástrofe, cuando no en la mera fuga de capitales del área afectada.
A partir de esta convención, porqué no establecer una sistematización, un corpus teórico, que asimilara, por ejemplo, masas de aire (tropical/polar) con zonas económicas (desarrolladas/subdesarrolladas), con sus correspondientes, mutuas y múltiples subdivisiones y gradaciones. Las “masas económicas” así configuradas dirimen a diario su mayor o menor influencia, poder y extensión superficial, en unos “frentes” que son los distintos e innumerables mercados y bolsas, donde recursos, activos societarios y pasivos estatales individualizan los “centros de acción” que se mueven al alza o a la baja, como lo hacen anticiclones y borrascas.
El encadenamiento de sucesivos corolarios no puede ignorar la razón última, la fuente de energía, que origina y mueve el sistema: si esta es el magnetismo solar en el sistema meteorológico, por razones aún no bien conocidas, esta función juegan el dinero y el crédito en el económico por razones de sobra conocidas. Si ante un desmesurado incremento de energía, nada podemos hacer en el caso del magnetismo solar, obvia decir que al contrario en el del crédito, donde la reducción correspondiente se viene denominando “quita” en la jerga gremial. El mundo natural se inclina en cambio por el concepto “extinción”.

martes, 6 de septiembre de 2011

MIEDO Y ASCO EN GIJÓN

Empecemos por el asco. No guardo en la memoria precedentes de la tan profunda y viscosa arcada que me produce asistir al linchamiento de Dª Carmen Moriyón, a propósito, según se ve, del nefando y execrable afán de la susodicha por arrebatar congéneres a la muerte mediante el ejercicio esporádico de su, otrora, reputada destreza cirujana.
Una animosa patulea de fariseos viene ejerciendo su amplia trascendencia mediática en desacreditar, difamar y avergonzar al género humano, arrojando sobre la cabeza de la interfecta cuantas disposiciones, reglamentos, cánones y costumbres fueran susceptibles de retorcer y alambicar en detrimento de la misma. Casi huelga decir, por lo evidente, que tal cúmulo de injurias y pedanterías malintencionadas prescinden totalmente de empatía alguna con un paciente para el que, dado el trance por el que está pasando, sólo pueden resultar del todo irrelevantes las circunstancias sincrónica, diacrónica, política, administrativa o financiera del sujeto al que en ese momento confía, ya bien su salud, como las más de las veces su propia existencia. Fiado exclusivamente a la valía del doctor y a su puntualidad, al pairo se la trae al atribulado enfermo, por ejemplo, el medio de transporte utilizado para el acceso de la interviniente al quirófano, intervenido por lo demás a buen seguro desconocedor de un mejor empleo del dinero de sus impuestos.
Que por una interesada cicatería se proscriba al cirujano haciendo caso omiso del enfermo, no puede por menos que llevar al paroxismo de la náusea a quien compare el rigor de aquella con el dispendio exigido, en el mismo Gijón, para frivolidades nada altruistas al servicio del beneficio pecuniario de personajes, ya no sólo carentes de refrendo electoral, si no aún de escrúpulos en la reclamación de unos ingresos que les corresponden, según se ve, por derecho divino. Un verdadero asco.
Continuemos por el miedo. Únicamente este puede informar el ánimo de la jauría descalificadora, actuando en una perniciosa correspondencia alimentada por la envidia. Por un lado, se tiene miedo, mucho miedo, a que la elevada talla moral, profesional y política de la agredida, evidencie en grado superlativo una mediocridad instaurada desde la infancia en el privilegio, la ausencia de motivación correspondiente, la apatía del paniaguado y la propia indigencia intelectual y ética de quien se sabe carente de otras cualidades que no sean la domesticidad, la sumisión y la aversión canina a la libertad. Por otro lado, los miembros de la jauría no pueden consentir que cunda tan peligroso ejemplo y otros rebeldes puedan agitar, como Moriyón, el calmo y proceloso océano político-administrativo en el que con indisimulada beatitud navegan hacia la jubilación. Antes bien, el público escarnio de la doctora ha de imbuir el miedo a las consecuencias de navegar con la vela ceñida. El miedo crea respeto, efectivamente, pero también erradica de la sociedad el ingenio, la innovación, la voluntad personal, el altruismo o la solidaridad, precisamente cuando más ayunos estamos de tales valores por culpa de la crisis.
Finalicemos con la esperanza. Después de todo, la inefable desproporción entre la coerción de la jauría y el pretendido agravio perpetrado por la denostada Dª Carmen, sólo puede promover, además de asco, la definitiva pérdida del miedo, al menos entre las personas de buena voluntad: los tiempos están cambiando, sin remisión.