Invisibles el resto del día, sólo el contraluz dorado del ocaso muestra al ojo inexperto, desde su atalaya, los derrumbes del castro de Perlín, abigarrados en su caída por la ladera meridional del monte que este corona, al menos, desde la II Edad del Hierro. Más son las veces en que la misma panorámica convoca, tras la lluvia, fantasmagóricas columnas de niebla que cual olas ascienden por la pendiente hasta ocultarlo de toda mirada.
Configurados por el olvido en puertas a otro tiempo, perviven en Asturias nuestro país, aproximadamente, unos 250 castros empeñados en contraponer, con tozudez protohistórica, la ambigüedad de sus evidencias materiales con las pretendidas certezas históricas pergeñadas desde las viejas fuentes escritas. Así por ejemplo su misma ruina, ajena en lo que se conoce a incendios y masivas destrucciones bélicas, esto es, sistemáticas y sincrónicas, mal se corresponde con el romano discurso dramático de las guerras cántabras. Al salvajismo primitivo y recolector opone el castro, muy al contrario, una meditada selección agrológica de su entorno como sustento de una agricultura, acaso más avanzada que la en principio conjeturada para tan indómitos habitantes. Del mismo modo, la imagen del bravo guerrero ecuestre y cazador, se desdibuja en la consideración de los relativamente escasos restos equinos y/o cinegéticos que hasta ahora han brindado los castros.
Si umbrío parece lo que sabemos, más oscuros, apasionantes y aún políticos resultan aquellos enigmas de los que ni tan siquiera podemos asegurar que la luz crepuscular vaya a ser tan intensa como para iluminarlos. Así por ejemplo el mismo origen y etnicidad, singular o plural, de los constructores de castros: a la más que razonable progresión autóctona desde la Edad del Bronce se opone −o no−, la necesidad de explicar la profusión de topónimos provenientes del panteón y vocabulario célticos (Taraniello, Beleño, Teberga…). A las también plausibles independencia política y autarquía económica de cada castro, puede no obstante oponérseles el sentido común como promotor de una coexistencia, a veces geográficamente inmediata, que en unas pocas generaciones no podría por menos que derivar en algún tipo de asociación que asegurara aquella convivencia. Si cambiamos de escala este último corolario, la indeterminada koiné política inferida no ha podido sin embargo verse refrendada, por el momento, en la datación establecida para el denominado “Homón de Faro”: persiste la niebla. Esta asciende además veloz por la pendiente, densificada tanto por la presente precariedad económica general como por la pasada, que no lejana, sobreabundancia faraónica aplicada a la generación de efímeras carcasas que, hueras de fines y contenidos originales, podrían al contrario que los castros intercambiar sin otro particular hasta su misma localización geográfica.
Disponemos, empero, del tenue brillo disipante que se intuye en el regreso del hasta ahora desdeñado enaltecimiento de lo autóctono y de Jovellanos que, como pionero en la Campa de Torres de la arqueología castreña, no vacilaría en reclamar luz al nuevo gobierno regional en cuanto en definitiva portador, tanto de aquél encomio, como del perentorio candil administrativo y financiero. Sin duda el Ilustrado habría hoy de aplicarse al diseño de un programa sistemático de datación de yacimientos por pequeñas catas, austero, científico, inocuo, ajeno a cualquier veleidad faraónica y que, cuanto menos, nos permitiera identificar los castros coetáneos en cada momento, así como su inmersión en otros paisajes fortificados españoles y europeos; ámbitos a los que quizás habría que remitir −o no−, los orígenes políticos de Asturias nuestro país: un país con demasiadas nieblas.